En una terraza junto al mar, con una agradable brisa y bajo los rayos del sol, tuve una charla con mi suegra. Era una de estas reuniones familiares de fin de semana.
Mi suegra, nacida en la posguerra, fue costurera y después ama de casa. Es una bella persona, agradable, amigable, con buena conversación, ávida lectora, siempre con ganas de aprender y con la experiencia que le confiere tener ya cierta edad.
Pues bien, a Dios pongo por testigo (o a la singularidad del Big Bang, vaaale) de que hoy hablando con ella, me pareció que estaba en una de las clases de Ángel. Qué conversación más interesante sobre el pensamiento religioso y la educación, sobre los poderes fácticos, sobre cómo ciertos fenómenos tal como la adicción al poder, la fama o el ego tienen relación con los estímulos cerebrales, sobre la capacidad del ser humano de buscar su propio camino en relación con los demás y, lo que más me ha llegado, su conclusión final: El mundo no se cambia desde arriba. Se cambia desde abajo. Somos nosotros con nuestras pequeñas acciones quienes tenemos el poder de cambiar las cosas.
Todo con un léxico distinto pero con la misma carga semántica.
La asignatura de Ángel empieza con dos palabras: Naturaleza y sentido.
Mi suegra ha llegado a un estadio de la vida donde ya puede observar las cosas desde arriba. Desde fuera. Sin ambiciones, sin intereses creados, sin miedos, motivaciones materiales o creencias dogmáticas. Habla desde la sabiduría que le han conferido los años.
Si Ángel nos hace inducir ciertos conceptos en el máster, mi suegra los ha deducido con su propia experiencia.
No digo que los dos coincidan exactamente en lo mismo ni piensen igual. Ni mucho menos. Pero en cuanto a la naturaleza y el sentido de la vida, creo que ambos confluyen. Mi suegra me ha demostrado que hay una cierta lógica a la que el ser humano ha de tender si tiene como se diría coloquialmente dos dedos de frente y quiere que este mundo sea un lugar mejor para vivir
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